Una mariposa revolotea frente a mi rostro. Me recuerda
aquella expresión. La de:
tengo mariposas
en el estómago. Y era cierto. Las tenía. Agitaban sus alas siempre que él
estaba cerca. Y también cuando pensaba en él. Eran agradables. Como una brisa
fresca en verano, de esas que te echan el pelo hacia atrás y te hacen pensar
que la vida merece la pena. Y solo por un soplo de viento que no tiene nada que
ver con el horrible y caluroso tiempo que hace realmente. Pero no sé de qué me
quejo. El frío es mucho peor. Y es que cuando una está temblando todos sus
pensamientos se bloquean.
La mariposa se posa en mi nariz. Tiene las alas amarillas con motas negras. Pese
a que me parece hermosa la idea de tenerla sobre mi nariz me resulta asquerosa.
Y pensar que fue un gusano… Y es que aún lo sigue siendo. Es un gusano con
alas.
Sus tiernas antenitas se mueven varias veces. A lo mejor si
fuera bióloga o algo por el estilo sabría si eso quiere decir algo. Como cuando
los perros mueven la cola. Significa que quieren jugar. Y cuando te lamen. Es
como si te dieran besitos. Con solo pensarlo se me encoge el corazón. Es
adorable.
Entonces es cuando reacciono. Soy un poco lenta de reacción.
Me pierdo en mis pensamientos y se me olvida actuar. Muevo mi cabeza de forma
que se me ve alguien probablemente piense que sufro un retraso. Pero el lugar
está vacío. La mariposa no se despega de mi nariz. No me queda más remedio que
intentar apartarla con la mano. La mariposa cae al suelo. Había olvidado lo
delicadas que son. Y es que las cosas más bonitas a veces son las más frágiles.
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